Hace cuatro años el horror hizo que el mundo entero conociera la población de Ayotzinapa. Los violentos desaparecieron 43 sueños estudiantiles, pero jamás borrarán sus memorias.
La pobreza, la marginación y las pocas oportunidades de empleo, educación y acceso a servicios básicos de salud son las constantes en el amplio territorio de México. A lo largo y ancho del país la historia se repite. Tixtla, un municipio enclavado en el Estado de Guerrero, al sur de la República, tiene según la Secretaría de Desarrollo Social (SEDESOL) un grado de marginalidad “medio”; ahí se encuentra Ayotzinapa, poblado que apenas rebasa las cien personas, en el que se ubica la Normal Rural “Isidro Burgos”.
La Normal de Ayotzinapa se fundó en 1926 como fruto directo de la Revolución mexicana. Desde entonces se caracteriza por albergar a estudiantes pobres provenientes de municipios con alta marginalidad en Guerrero y otros estados del país; se convirtió así en la única alternativa de quienes poco tienen para continuar con estudios profesionales. En ella hay sistema de internado y servicio de comedor, ambos gratuitos, además de talleres culturales y círculos de discusión política. Asimismo, los estudiantes tienen que vincularse con la comunidad en las labores de la tierra. Durante el periodo presidencial de Lázaro Cárdenas (1934-1940) hubo un impulso a las Normales Rurales cuyo proyecto era llevar alfabetización y técnicas modernas para el campo. Con Cárdenas se crearon 36 de estas escuelas. Sin embargo, en los sexenios de Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos, el proyecto no solo se abandonó, sino también fue atacado con el objetivo de desmantelarlo de manera total.
La Normal Rural “Isidro Burgos” sobrevive y da cabida a los más olvidados gracias a una lucha constante. Su permanencia en la historia no ha sido sencilla. Desde los gobiernos de Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Portillo, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo –presidentes todos del Partido Revolucionario Institucional (PRI)– y luego los que encabezaron Vicente Fox y Felipe Calderón, del Partido Acción Nacional (PAN), los ataques contra ella han sido incesantes. Hay ofensivas económicas, como los recortes presupuestales que obligan a la comunidad estudiantil a generar sus propios recursos. Además, a los egresados –que vuelven a sus comunidades de origen para impartir clases– se les niegan las plazas de profesores que, según el programa establecido, les corresponden.
El nombre de Ayotzinapa está ligado a la historia política de México. Ahí estudiaron Lucio Cabañas y Genaro Vázquez. Ambos, ya egresados, se alzaron contra el gobierno buscando que las condiciones de miseria, marginación y olvido cambiaran. En la década de 1960, Lucio y Genaro hicieron temblar de veras a los poderes en turno. Por eso, uno de los argumentos más socorridos contra el normalismo rural y, muy particularmente contra el de Ayotzinapa, es que se trata de un foco “guerrillero”. La estrecha vinculación de los estudiantes con la comunidad genera fuertes lazos de empatía. Los normalistas viven en carne propia las carencias de la gente y, por lo tanto, se involucran también en sus dolores y demandas. Como profesores, sus comunidades de origen les otorgan un papel importante al momento de decidir sobre un cúmulo de problemáticas; por tal razón, no es raro que sean ellos quienes encabecen diversas movilizaciones sociales.
Como señalan Roberto Arteaga y Francisco Muciño, cada año los normalistas rurales luchan para que sus escuelas no mueran de hambre. Por eso se movilizan con la finalidad de que se abra la convocatoria de nuevo ingreso y así continuar operando; asimismo, demandan mayores recursos, a todos los niveles de gobierno, para que los alumnos tengan las mejores condiciones posibles. En 2011, el entonces gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre Rivero, hizo caso omiso a las demandas de los normalistas y desató una bestial ofensiva en su contra. El 12 de diciembre de 2011 fueron asesinados Jorge Alexis Pino Herrera y Gabriel Echeverría de Jesús. Las balas del poder segaron la vida de dos futuros profesores que querían combatir con tablero y tiza.
El horror
El 26 de septiembre de 2014, la ciudad de Iguala, Guerrero, se colmó de terror. Durante cuatro horas ininterrumpidas se desató una cacería contra los normalistas de Ayotzinapa. Éstos habían ido a Iguala para tomar camiones y trasladarse así a la marcha que en la Ciudad de México conmemoraría, pocos días después, la masacre del 2 de octubre de 1968. El violento ataque en el que estuvieron involucrados miembros de las policías municipales, estatales y federales, así como integrantes del Ejército mexicano, derivó en el asesinato de seis personas –tres normalistas y tres jugadores de futbol de “Los avispones”, un equipo de divisiones menores– y en el secuestro de 43 estudiantes. A Julio César Mondragón, uno de los normalistas asesinados, le arrancaron el rostro. Se trató de una acción salvaje, brutal, estúpida. Como señala Elena Poniatowska, el caso de Julio César es “uno de los más vergonzosos” de México y América Latina.
Desde aquel 26 de septiembre, la administración del todavía actual presidente Enrique Peña Nieto ha hecho lo imposible para imponer ante la opinión pública una “verdad histórica”: para las autoridades gubernamentales, los estudiantes fueron calcinados en el basurero de Cocula. Los responsables, insisten, están relacionados con grupos del crimen organizado y, desde su perspectiva, la investigación desarrollada no deja lugar a dudas del destino de los 43 estudiantes: son polvo, cenizas, restos de historias y de vidas.
La Procuraduría General de la República (PGR) no atrajo el caso de inmediato. El Estado mexicano pretendió circunscribirlo solo al ámbito local y, para ello, encontraron rápidamente a un culpable: José Luis Abarca. En el rompecabezas de la mentira, el alcalde de Iguala era, sencillamente, sacrificable y fue apresado. De ese modo, se mostraba la actuación expedita del Estado, pero la realidad ha sido bastante distinta. Las movilizaciones de la sociedad exigiendo la presentación con vida de los estudiantes cimbraron al país entero. Gracias a las miles de personas que voz en alma y cuello gritaban por la búsqueda de la verdad y la justicia, el mundo supo lo que sucedía en un México de por sí herido por una violencia cotidiana y cruel. El gobierno federal actuó para acallar las protestas y dar vuelta a la página. Llegó al grado de ofrecer dinero a los padres de los muchachos para “reparar” el daño y, de ese modo, desactivar su resistencia.
En la campaña del Estado contra los normalistas desaparecidos se sugirió la vinculación de éstos con carteles de la droga. De un modo burdo y vergonzoso se fabricaron culpables y se sembraron y alteraron pruebas en las investigaciones para dar punto final al “lamentable” suceso, como recientemente lo caracterizó Enrique Peña Nieto. No obstante, desde la perspectiva de Anabel Hernández, lo sucedido en Iguala retrata con crudeza la degradación de las instituciones y la manera en la que el Estado representa una parte fundamental del ejercicio de la violencia dirigida, especialmente, contra aquellos que pelean por los más elementales derechos. El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), con una amplia y reconocida trayectoria en la identificación de restos humanos en América Latina y otros lugares del mundo, acogió el caso desde marzo de 2015. Sin embargo, como el propio GIEI señala en su segundo informe de trabajo, su labor estuvo bajo el asedio de una campaña difamatoria contra sus integrantes. Lo que demuestra, desde su punto de vista, la existencia de sectores que no están interesados por la verdad y la búsqueda de justicia.
Cuatro años son treintaicinco mil sesenta y tres horas. En ese tiempo, la historia de Ayotzinapa, la vida de México, se cuenta en dolor y rabia. Con razón, Diana del Ángel se pregunta “¿En qué momento la palabra justicia se volvió impropia en nuestro país?”. Y es que en treintaicinco mil sesenta y tres horas, las madres y padres de los 43 estudiantes han soportado lo innombrable, siempre en la incertidumbre de saber qué pasó y dónde están sus hijos. Han forjado paso a paso, grito a grito y con una dignidad inquebrantable la memoria de un México bravío que se niega a la mentira. Su ya emblemática resistencia es la de miles de personas en un país devastado y convertido en una inmensa fosa. Enrique Peña Nieto lleva en sus hombros la desaparición de los 43 estudiantes. Termina su administración con ese peso y con su responsabilidad directa, como ya antes le ocurrió en 2006 contra los campesinos de Atenco que continúan resistiendo en la defensa de la tierra.
Treintaicinco mil sesenta y tres horas son llanto y gritos y marchas y dolor en el alma. Son también el ejemplo indómito de los olvidados que se niegan a morir en el terror del silencio. Por eso, en este cuarto aniversario –tan cercano a los 50 años del 2 de octubre de 1968, una fecha de horror en el calendario mexicano– las calles retumbarán con el clamor de justicia y de verdad. Por eso, en estas treintaicinco mil sesenta y tres horas, en las calles, como dice el poeta Enrique González Rojo, se dirá “el nombre y apellido de los pinches demiurgos de este infierno”. Aunque lenta, como el paso de la tortuga –con el que se vincula el vocablo náhuatl de Ayotzinapa– llegará la justicia necesaria.
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