Pareciera que las señales de descomposición no han sido cabalmente comprendidas por los actores políticos y sociales tradicionales.
Ayotzinapa se constituye, en este momento, como el espacio que sintetiza una serie de fenómenos que de tiempo atrás se han venido gestando en el país y que han sido insuficientemente comprendidos y atendidos tanto por todos los niveles de gobierno (federal, estatales, municipales) como por la clase política mexicana en su conjunto y la sociedad en general. El análisis remite a la intersección de dos ejes inquietantes, a saber:
1) Primer eje: la operación del crimen organizado se redimensiona. Desde el inicio de la actual administración federal, los grupos del crimen organizado han optimizado los mecanismos para hacer prevalecer su presencia y dar un mentís a las acciones en su contra, a través de dos elementos fundamentales: la abierta operación de elementos de seguridad pública, principalmente municipal, como sicarios a su servicio y con la promoción de una corriente de opinión pública adversa a las instituciones encargadas del rubro de la seguridad.
En el primer caso, si bien ya habían circulado versiones en torno a la cooptación de policías e incluso de soldados en las filas del narco, ahora se cuenta con evidencias fehacientes, expresado tanto en el secuestro, a plena luz del día, del diputado federal Gabriel Gómez Michel -posteriormente asesinado- donde la participación de personal de la policía municipal de Tlaquepaque, Jalisco, habría consistido en volver la vista hacia otro lado mientras se llevaba a cabo el levantón, como ahora con el cada vez más probable asesinato de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, a manos de policías municipales de Iguala, Guerrero, al servicio del grupo “Guerreros Unidos”, célula desprendida del cártel de los Hermanos Beltrán Leyva.
En el segundo, la crítica a las instituciones encargadas de la seguridad pública, ha sido impulsada desde grupos del crimen organizado. Esta línea de acción se reavivó con los hechos de Tlatlaya, donde con el argumento de violación de derechos humanos se dejó de lado que los 22 ultimados eran sicarios. Y los principales medios de comunicación identificados con posiciones críticas (La Jornada, Proceso; Reforma y Carmen Aristegui desde MVS Noticias), así como ONG’s y hasta Human Rights Watch compraron el argumento, convirtiéndose, a querer o no, en las nuevas cajas de resonancia de los grupos criminales.
2) Segundo eje: el hartazgo social. Y todo esto ocurre en un momento donde amplios grupos de la sociedad civil han manifestado su rechazo contra los partidos políticos, todos; contra los representantes de las instituciones, todas, y contra las reglas de convivencia, todas.
Sobre esto último, es notorio que paulatinamente, los ciudadanos mexicanos, principalmente los menores de 35 años, han dejado de creer y confiar en el entramado institucional con el que hasta ahora habían interactuado. Además, buscan hallar soluciones a sus problemas de una manera más directa e inmediata. En consecuencia, buscan prescindir de intermediarios, lo que de suyo cuestiona las actuales formas de representación, vía los partidos políticos e incluso los propios gobiernos, además de buscar nuevas expresiones individuales y colectivas para encontrar pronta solución a sus demandas y necesidades. Y recientemente, una de las expresiones que ha tomado esta falta de representatividad es la violencia, ante el desencanto cada vez más profundo de la política, los políticos y las instituciones.[1]
La violencia, a su vez, revela el debilitamiento de la autoridad frente a grupos civiles que imponen su ley ante una total complacencia gubernamental que se interpreta como impunidad o, en todo caso, la proyección simbólica de la falta de creencia en las instituciones que deben salvaguardar el orden. De ahí que, por ejemplo, los policías, símbolo de las instituciones de seguridad también son identificados como entes de corrupción. Adicionalmente, los eventos conocidos de Tlatlaya, Tlaquepaque y Ayotzinapa hablan de un vacío de autoridad y legalidad. Pero también nos revelan a conglomerados sociales que aniquilan la participación y la reemplazan por expresiones violentas.
En este último rubro, la violencia, se inscribe también la agresión a Cuauhtémoc Cárdenas, Adolfo Gilly y Salvador Nava, en el mitin posterior a la marcha del 8 de octubre en demanda de la presentación con vida de los estudiantes de Ayotzinapa, lo cual nos dice y mucho: revela que sus nombres, con todo y la gran carga de significado simbólico que para la democracia representan para este país, no sólo no significan nada para las nuevas generaciones de jóvenes y ciudadanos, sino que recibieron toda la carga simbólica del rechazo a una nueva idea asociada por importantes grupos sociales después de lo posiblemente ocurrido a los jóvenes normalistas: las siglas del Partido de la Revolución Democrática y todo lo que representa para la izquierda han quedado indisolublemente ligados a un concepto que siempre combatieron: asesinos. Y dicha carga simbólica la cobrarán como factura los ciudadanos en los comicios del venidero 2015.
Y a pesar de todo, pareciera que las señales de descomposición descritas no han sido cabalmente comprendidas por los actores políticos y sociales tradicionales. Mientras que otros, las comprenden tan bien, que por eso buscan capitalizarlas, con un oportunismo ramplón y cínico:
Sean los organismos de seguridad pública (no es creíble que el Cisen no tuviera información respecto al edil de Iguala, José Luis Abarca y su esposa, integrante de los conocidos narcos de la Familia Pineda Villa).
Sea el gobernador Ángel Aguirre con su ineptitud para actuar contra grupos como los “Guerreros Unidos” y pretender dejar su trabajo al Gobierno Federal, además de proponer una “consulta” para defender su chamba.
Sea el PRD en general y la corriente “Nueva Izquierda” en particular, defendiendo a un gobernador indefendible como Aguirre y aceptando a cualquiera como candidato, como lo es el ahora fugado Abarca; sea René Bejarano diciendo que él “advirtió a tiempo”.
Sea el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI), con sus llamados a crear “brigadas de ajusticiamiento” -lo que de paso alimentaría la hipótesis de que los normalistas de Ayotzinapa tendrían vínculos con ellos y de ahí la agresión de “Guerreros Unidos”-.
Sean la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero (CETEG), el EZLN u otros grupos que buscarían insertar sus propias agendas reivindicativas o sean otros personeros de izquierda, como Andrés Manuel López Obrador, pidiendo la renuncia de Enrique Peña, como si ello fuera garantía para acabar con el cáncer del crimen organizado.
Con todo, no debe perderse de vista lo fundamental: la amenaza y operación directa de grupos del crimen organizado contra todo el entramado social e institucional. Esto es real e irá escalando, alcanzando cualquier nivel de barbarie con tal de mantener o alcanzar mejores escenarios para sus operaciones. De ahí la imperiosa necesidad de que el Gobierno Federal lleve a cabo, de manera inmediata, el golpe de timón requerido para afrontar este momento, hasta sus últimas consecuencias y el “caiga quien caiga”.
[1] Tomado del ensayo “La Crisis de representatividad en México”, presentado por la autora el 28 de julio de 2014, en el marco del Diplomado “Análisis Político y Reforma Política en México” en la Cámara de Diputados.
ALEJANDRA HERNÁNDEZ SALAZAR
@ mpahsz
vie 10 oct 2014 08:17
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