¿Quiénes eran los normalistas atacados la noche de Iguala? Es la pregunta que se responde, sin atenuantes, en el libro Ayotzinapa. La travesía de las tortugas, de Ediciones Proceso. Medio centenar de reporteros salen a investigar la vida de esos estudiantes protagonistas de uno de los capítulos más aterradores y vergonzantes en la historia de este país y se topan no sólo con la currícula que en la totalidad de los casos está hondamente tocada por la marginalidad y el desamparo, sino con la desgracia que el día después carcome a las familias involucradas. A continuación se reproduce el prólogo de esta novedad editorial que convierte Ayotzinapa en un desquiciante territorio de todos. El volumen se presenta este miércoles 23 a las 17 horas en el Centro Prodh, ubicado en Serapio Rendón 57-B, colonia San Rafael, en la Ciudad de México.
En el teléfono celular de Sidronio Casarrubias Salgado, los agentes de la SEIDO que lo interrogaban hallaron este mensaje de texto: “Los hicimos polvo y los echamos al agua, nunca los van a encontrar”. De acuerdo con las autoridades, Casarrubias era el líder máximo de la organización criminal Guerreros Unidos. La noche del 26 de septiembre de 2014, la policía de Iguala entregó a sicarios de dicha organización a 43 jóvenes estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa: esos estudiantes, la mayoría de recién ingreso, habían llegado a Iguala con la misión de conseguir autobuses y recursos que permitieran a un gran contingente de normalistas participar en la manifestación que pronto iba a efectuarse, en memoria de la matanza del 2 de octubre de 1968, en la capital del país.
No era la primera vez que alumnos de primer ingreso recibían una encomienda de este tipo. Enviar “pelones” de primer año a “botear” y apoderarse de autobuses comerciales es una suerte de ceremonia no oficial de ingreso en la escuela Raúl Isidro Burgos. A diferencia de otras ocasiones, aquel 26 de septiembre de 2014, los alumnos enviados a ejecutar la orden no regresaron.
Sabemos lo que pasó, y al mismo tiempo lo que pasó sigue siendo un misterio. “Procedan”, habría dicho el alcalde perredista de Iguala, José Luis Abarca, cuando le comunicaron por radio que los normalistas andaban recorriendo la ciudad. Comenzaba la noche de Iguala: la persecución, el ataque a tiros a los estudiantes, la caída con una bala en la cabeza del alumno Aldo Martínez, la llegada de la llovizna que lúgubremente iba a acompañar los sucesos de esa noche, el aullido enloquecedor de las sirenas de la policía de Cocula, cuyos elementos, armados como para la guerra –pasamontañas, rodilleras, ropa de camuflaje–, cercaron y rafaguearon a los estudiantes… Los asesinatos de Julio César Ramírez y Daniel Solís, las heridas de Edgar Vargas, la entrada en escena del Ejército en el hospital Cristina, y su repentino, inexplicable mutis.
Y la espiral de horror: el desollamiento de Julio César Mondragón, a quien le arrancaron la piel de la cara y le extirparon los ojos; la agresión al autobús de los Avispones de Chilpancingo, que costó la vida al chofer y a un jugador del equipo; la muerte accidental de la pasajera de un taxi, cosida por las balas de los municipales; la noche que avanzaba cada vez hacia algo peor: la entrega, dice la única versión disponible hasta el momento, de los estudiantes al Chucky, y a su grupo de halcones y sicarios. Oyen bien: la entrega de unos normalistas que no han cumplido 20 años a un grupo criminal dedicado al narcotráfico. Una entrega que ocurre por parte de fuerzas del estado. La versión que luego dieron los sicarios detenidos, de que los muchachos fueron amarrados y apilados como bultos en la camioneta de redilas que los condujo a un intrincado basurero municipal; la muerte de algunos en el trayecto, se dice que por asfixia; el interrogatorio y la tortura de los sobrevivientes, con intención de saber quiénes eran: “¿Son contras? ¿Son Rojos?”. El encendido de la hoguera en el agujero conocido como “el hoyo del Papayo” y al otro día, la recolección de los restos en bolsas de basura arrojadas al río donde luego se recogió un trozo de hueso perteneciente al alumno Alexander Mora Venancio.
Al final, el mensaje de texto que El Chucky envió a Casarrubias: “Nunca los van a encontrar”.
¿Qué había pasado con los estudiantes? ¿Por qué si su lucha era social y política les habían dado trato de sicarios? ¿Por qué emboscarlos, perseguirlos, torturarlos, quemarlos, desaparecerlos? ¿Quiénes eran ellos? ¿Y quiénes eran los Guerreros Unidos?
La masacre de Iguala tuvo el mismo efecto de cuando alguien quita de golpe la sábana blanca que oculta un cadáver putrefacto. El país volteó a mirar Guerrero y descubrió gusanos y un olor pestífero.
Marco Antonio Ríos Berber fue uno de los primeros detenidos. Le había tocado “halconear” la noche del 26 de septiembre. Él llevó a las autoridades a la loma donde aparecieron más de 30 cuerpos, ninguno de los cuales correspondía a los normalistas. Ríos Berber se había quedado vigilando un camino la noche en que los estudiantes fueron llevados al basurero. Pero conocía el sitio en el que otras personas habían sido inhumadas clandestinamente, y creyó que allí aparecerían los cuerpos que las autoridades reclamaban.
No era así. En ese lugar no estaban los normalistas, sino una de las verdades más crudas del estado de Guerrero. La historia de esos cadáveres estaba narrada en el teléfono de Ríos Berber. En la galería de fotos que el “halcón” conservaba –más de 30–, aparecían los retratos de varias personas golpeadas, hinchadas, desfiguradas. Gente que gritaba o lloraba. Gente antes de morir.
En esos días, varios grupos criminales se estaban disputando Iguala, el “escurridero” donde se almacena la amapola producida en el estado; el punto del que sale alrededor de 70% de la heroína que llega a Estados Unidos. Las personas enterradas en esas fosas pertenecían a organizaciones rivales: Los Rojos, La Familia, Los Templarios… cualquiera de los 26 grupos criminales que hoy han sido identificados en Guerrero. Habían llegado a Iguala a pelear la plaza, o a llevar armas, o a secuestrar gente, o a mover droga.
Para los Guerreros Unidos no era difícil descubrir a esos intrusos. Cada que un auto con placas de otro estado circulaba por Iguala, la policía municipal le marcaba el alto; si descubría algo fuera de lugar, los sospechosos eran entregados de inmediato al Chucky: los Guerreros Unidos formaban el verdadero cuerpo de “seguridad”, el verdadero aparato de justicia del municipio. Lo ocurrido en Iguala era el hilo de la madeja de un sistema de corrupción, injusticias y atrocidades sin límite. La tragedia de los 43 estudiantes dejó al descubierto como pocas veces antes la podredumbre de un sistema infiltrado por el crimen organizado, y construido y tolerado, inescrupulosamente, por sus primeros beneficiarios: gobernantes y partidos políticos. Iguala exhibió toda suerte de delitos y contubernios. Expuso la distancia enorme que existía entre el estado de Guerrero y la casa en que habitaba el presidente de México. Lanzó a la cara de todos las condiciones en que viven y mueren los habitantes de uno de los estados más pobres, más humillados, más agraviados, más violentos e impunes del país.
En México, desde que la muerte dejó de ser suceso para transformarse en cifra, cada muerte nueva sirve para desmentir o confirmar una estadística. La muerte es una medida nada más: desde que el país produce cadáveres en serie, las tragedias se han vuelto cuantitativas. Las volvemos simples números y nos referimos a ellas con la frialdad de las cifras.
Ayotzinapa. La travesía de las tortugas es un libro ejemplar en muchos sentidos. Porque le devuelve los rostros a esos números que se desgastan de tanto repetirse, porque restituye a muertos y desaparecidos la vida que aquella noche les robaron: “Un reportero busca historias pero en Ayotzinapa encuentra rostros –escribe, brillantemente en estas páginas, Emiliano Ruiz Parra–. Rostros fijados para siempre en la cotidianidad de las selfies, en las fotos de adolescentes que registran su mejor ángulo… El rostro te impone un mandamiento: ‘No matarás’. La ética ya no viene del sujeto y de la razón (como pensó Kant) sino del rostro del otro. La ética es el otro…”.
Para Marcel Schwob, lo único que cada hombre posee en realidad son sus extravagancias y sus anomalías. Esto hace que en el arte de la biografía la vida de cualquier hombre tenga el mismo valor, “sea un pobre actor o Shakespeare”. Esa verdad profunda es la que salen a buscar los 43 periodistas, los tres editores y los 15 fotógrafos que firman este libro. Cada uno de ellos hace cuatro visitas a Ayotzinapa y se dirige luego a las poblaciones de donde procedían los normalistas desaparecidos, heridos o fallecidos aquella noche infausta. Todos solventan de su propio bolsillo los gastos de traslado y hospedaje. Suben cerros, van a pueblos, visitan rancherías. Andan detrás de una pregunta básica que no todos los medios –muchos de ellos empeñados en el ensalzamiento o la descalificación automáticos– llegaron a hacerse. ¿Quiénes eran los 43 normalistas que no volvieron del infierno de Iguala? ¿Cómo eran sus vidas, sus familias, sus problemas, sus sueños, sus lugares de origen?
Esas preguntas detonan este libro. Por eso afirmo que Ayotzinapa. La travesía de las tortugas es en muchos sentidos ejemplar: porque procede de la solidaridad de un gremio: ninguno de los autores ha cobrado por su investigación, nadie obtendrá un solo peso por el tiempo que han gastado, por el texto que ha escrito. Por mutuo acuerdo, las ganancias que genere esta obra serán donadas a los padres de las víctimas.
El libro es también un catálogo de miradas, un escaparate de estilos al que solo se exigió precisión e investigación. Sus autores son periodistas independientes y colaboradores de CNN, Animal Político, Proceso, El Financiero, Frente, El Universal TV, El Gráfico, Quadratín, La Jornada Guerrero, Emeequis y SinEmbargo, entre otros. Estos otros 43 (más los tres editores y los 15 fotógrafos) han puesto algo de sí para traer piezas nuevas al rompecabezas. Para seguir aclarando el misterio que un año más tarde sigue siendo Iguala.
Esta forma de la luz en medio de las sombras se debe también a los normalistas.
“¿Por qué Ayotzinapa. La travesía de las tortugas?”, quise preguntar la tarde en que me invitaron a hacer este prólogo. Una de las autoras se anticipó:
–Ayotzinapa es una palabra náhuatl que significa “tortuga preñada cuatro veces”. Travesía, porque la mayor parte de los padres creen que sus hijos están de viaje, en algún lugar, y pronto regresarán.
Sí. Luz en medio de las sombras.
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